Hace ya
muchos años escribí una novela que fui enviando por correo, capítulo a
capítulo, a una ex novia para reconquistarla. Una de las ideas que obsesionaban
al protagonista era la metáfora sufi de que la vida es como despertarse en
medio de la noche para emprender un viaje. Está oscuro y hace frío y sin
embargo uno debe partir. Suponemos que estamos viajando en una caravana con
destino incierto por la Ruta de la Seda.
Pero
empieza a clarear y la aurora, la de los rosados dedos como decían los griegos,
empieza a hacerse notar. Al amanecer se llega a la casa de té y según los
sufíes termina el viaje espiritual con la iluminación.
Mucho
pero mucho tiempo después, leo en una compilación de escritores, la mayoría
franceses, del grupo OuLIPO la
siguiente frase de Hervé Le Tellier:
"Pienso en que levantarse por la
noche y habituar los ojos a la penumbra podría ser una definición de
la vida" .
Pero ¡claro! Coinciden las ideas. Cada uno de nosotros es
arrojado a un mundo que no conoce y su consciencia trata desesperadamente,
aunque lo neguemos toda la vida, de entender ese absurdo incongruente que
llamamos realidad. Despertamos sin saber
dónde estamos en medio de la oscuridad. Tratamos entonces de habituar nuestra
mirada a las sombras sabiendo que además debemos partir. Muy de a poco nos acostumbramos
a la oscuridad o tal vez sea porque empieza a clarear un poco. Pero ha pasado
mucho tiempo y ya hemos recorrido casi toda nuestra vida. Sufrimos, lloramos
reímos, amamos y fuimos amados, nuestro corazón se partió y se zurció mil
veces.
Y todo el
tiempo tratamos de habituar nuestros ojos a la penumbra.
Pero
llega el final.
¿Será que
la muerte es el amanecer? ¿La famosa luz
al final del túnel?
Para los
que organizan su oscuridad con ficciones teleológicas como los dioses que
proponen las religiones esa idea claramente funciona. Pero los ateos acérrimos
como yo, a los que incluso la noción de que la velocidad de la luz sea una
constante en todo un universo les parece una hipótesis exagerada; no alcanzaría. La muerte no es una casa de té donde
descansar al amanecer.
Pero sí
es la idea que debe realzar todo el viaje. Es la herramienta para poder
habituar nuestros lagañosos ojos a la oscuridad a la que somos arrojados. Cada
instante del presente es valioso y es lo único que tenemos. Y si podemos llegar
la casa de té sabiendo que no nos arrepentimos de nada, que no nos quedamos con
las ganas de tantas cosas, que el miedo no pudo finalmente vencernos, que dimos
un portazo o un grito alguna vez, que reímos hasta el dolor de estómago muchas
más veces y que no importa cuán roto haya estado nuestro corazón siempre
volvimos a florecer con él en el amor.
Entonces
claro, podremos habituar más fácilmente nuestros ojos a la oscuridad sabiendo
que cada vez nos acercamos más al amanecer.