miércoles, 14 de diciembre de 2016

Amanece en la casa de té

Hace ya muchos años escribí una novela que fui enviando por correo, capítulo a capítulo, a una ex novia para reconquistarla. Una de las ideas que obsesionaban al protagonista era la metáfora sufi de que la vida es como despertarse en medio de la noche para emprender un viaje. Está oscuro y hace frío y sin embargo uno debe partir. Suponemos que estamos viajando en una caravana con destino incierto por la Ruta de la Seda.
Pero empieza a clarear y la aurora, la de los rosados dedos como decían los griegos, empieza a hacerse notar. Al amanecer se llega a la casa de té y según los sufíes termina el viaje espiritual con la iluminación.


Mucho pero mucho tiempo después, leo en una compilación de escritores, la mayoría franceses, del grupo OuLIPO la siguiente frase de Hervé Le Tellier: "Pienso en que levantarse por la noche y habituar los ojos a la penumbra podría ser una definición de la vida.

Pero ¡claro!  Coinciden las ideas. Cada uno de nosotros es arrojado a un mundo que no conoce y su consciencia trata desesperadamente, aunque lo neguemos toda la vida, de entender ese absurdo incongruente que llamamos realidad.  Despertamos sin saber dónde estamos en medio de la oscuridad. Tratamos entonces de habituar nuestra mirada a las sombras sabiendo que además debemos partir. Muy de a poco nos acostumbramos a la oscuridad o tal vez sea porque empieza a clarear un poco. Pero ha pasado mucho tiempo y ya hemos recorrido casi toda nuestra vida. Sufrimos, lloramos reímos, amamos y fuimos amados, nuestro corazón se partió y se zurció mil veces.
Y todo el tiempo tratamos de habituar nuestros ojos a la penumbra.
Pero llega el final.
¿Será que la muerte es el amanecer?  ¿La famosa luz al final del túnel?
Para los que organizan su oscuridad con ficciones teleológicas como los dioses que proponen las religiones esa idea claramente funciona. Pero los ateos acérrimos como yo, a los que incluso la noción de que la velocidad de la luz sea una constante en todo un universo les parece una hipótesis exagerada;  no alcanzaría.  La muerte no es una casa de té donde descansar al amanecer.

Pero sí es la idea que debe realzar todo el viaje. Es la herramienta para poder habituar nuestros lagañosos ojos a la oscuridad a la que somos arrojados. Cada instante del presente es valioso y es lo único que tenemos. Y si podemos llegar la casa de té sabiendo que no nos arrepentimos de nada, que no nos quedamos con las ganas de tantas cosas, que el miedo no pudo finalmente vencernos, que dimos un portazo o un grito alguna vez, que reímos hasta el dolor de estómago muchas más veces y que no importa cuán roto haya estado nuestro corazón siempre volvimos a florecer con él en el amor.

Entonces claro, podremos habituar más fácilmente nuestros ojos a la oscuridad sabiendo que cada vez nos acercamos más al amanecer.