Tal vez sea la edad, tal vez no;
pero lo político atraviesa casi toda mi percepción de la realidad cotidiana.
Realidad que en un país como el nuestro nos modifica, oprime y condiciona
constantemente debido a sus recurrentes y devastadoras crisis.
El poder de los medios de
comunicación junto con sus modernos aliadas, las redes sociales y sus
modernísimos aliados como la IA
condicionando la big data recogida de
la miríada de celulares inteligentes; es enorme y casi siempre oculta más que
brinda la verdad objetiva. En todo caso dicha verdad es una construcción
interesada y guiada por intereses multinacionales económico-políticos que se
impone como discurso a través de las brillantes pantallitas de smartphones que todos parecen estar
mirando en una virtualidad universal.
Considero que nuestra percepción
de la realidad y nuestro pensamiento crítico y escéptico, pilares de un
pensamiento científico y racional se ven seriamente amenazados por usos y
costumbres cotidianos que no son otra cosa que imposiciones de discursos de
poder “alla Foucault”. Estos usos producen inadvertidamente una serie de
síntomas o falacias que me gustaría intentar y analizar sin pretender ser del
todo exhaustivo y profundo.
La omnipresencia de lo dicotómico
Prevalencia de la imagen por sobre la palabra
La imagen ha pasado a tener una
importancia superlativa. A pesar de toda la importancia de la palabra y el
lenguaje que nos estructura y define nuestro pensamiento, la imagen ha pasado
no sólo a ser omnipresente sino a ser más valiosa, más pregnante y por lo tanto
más útil para la imposición de discursos o ideas desde el poder.
En publicidad podemos hablar
miles de palabras sobre las bondades de un auto deportivo de ultimísima
tecnología pero una mega imagen en un led gigante de una mujer joven
semidesnuda y voluptuosa abriendo la puerta de ese auto colocada en una avenida
transitada de una megalópolis va a vender más autos que cualquier otra cosa. Y
de paso cosifica y denigra la femineidad como si fuera un producto adicional
incluido en el paquete. Este fenómeno de prevalencia de la imagen en muy
poderoso en la redes sociales; que recordemos empezaron como blogs, textos
largos, siguieron con Twitter, textos muy cortos; con Facebook textos y fotos,
muchas fotos y actualmente todas esas redes están siendo desbancadas por
Instagram, fotos y casi sólo fotos, textos casi nada.
La imagen ayuda, fortalece y hace
increíblemente pregnante una idea. ¿Acaso el cristianismo no le debe gran parte
de su éxito en la difusión en la
Europa semi bárbara y analfabeta de la
Edad Oscura a la poderosa imagen de una
hombre semidesnudo agonizando sobre un árbol? Para un celta, un germano o un
romano dicha imagen le remitía a sus propias leyendas apelando tanto al
erotismo como a la morbosidad subliminal.
En épocas más recientes me
pregunto si el Che Guevara sería tan ubicuamente conocido si Korda nunca
hubiera sacado su famosa foto, reproducida hasta el infinito en banderas y
remeras. O en la Argentina
más reciente el caso de Santiago Maldonado se agigantó y motorizó no tanto por
la sospecha de un estado asesino sino por la ubicua foto crística del muerto
que con una sugestiva mirada seducía por doquier.
Mediatez en todo.
Todo está mediatizado porque todo
es más fácil si se realiza a través de algo, lo que engaña a la mente que se ve
relevada falsamente de compromisos y responsabilidades. Somos capaces de
insultar y denigrar muy violentamente en Facebook pero jamás seríamos capaces
de decírselo a otro cara a cara. Esa mediatización hace que el lado más
morboso, más salvaje e incivilizado salga a pasear rampante diseminando como un
virus maligno las redes sociales. El cerebro se engaña y podemos disfrutar de
la adrenalina de una buena pelea o discusión insultante desde la seguridad
absoluta de estar conectados sólo a una pantalla más o menos luminosa y a un
teclado. Las redes sociales democratizan y facilitan el odio, la agresión y lo
que es peor, la psicopatía. Cualquier persona con sus facultades mentales
alteradas puede crear perfiles falsos y realizar todo tipo de actos violentos,
intimidatorios o delictivos sin dejar demasiado rastro y ciertamente sin sentir
responsabilidad alguna. En los medios de comunicación masivos también se
relativiza todo y se termina presentando situaciones espeluznantes como la
guerra, el racismo, la segregación de inmigrantes o los ataques terroristas
como un gigantesco espectáculo morboso a nivel global. Recordemos lo parecido a
un video juego de Play Station que eran las imágenes de la guerra de Iraq. Mucho estallido y ruidos pero de sangre en
primer plano nada. Y el dolor humano en primer plano es lo que deberíamos ver
siempre, por lo menos para tratar de evitarlo. Nefasta mediatización.
Superficialidad de todo y no tolerancia a la diversidad
La mediatización universal
conlleva además la generación de una superficialidad general. Las relaciones
humanas tienden a ser cada vez más superficiales a veces bajo una capa de
excesiva cortesía o falsa felicidad (“está todo bien!!”) que termina marcando
más la distancia entre dos psiquis distintas. También se empieza a generar, a
través de dicha superficialidad donde todos nos terminamos pareciendo; una
peligrosísima intolerancia a lo diferente, a la diversidad que de todas maneras
siempre existe. Al ser tan superficiales
tendemos a ver todo igual y a identificarnos con grupos, personas o perfiles
que erróneamente percibimos como iguales a nosotros. Ese proceso se
retroalimenta de forma tal que cuando nos encontramos con alguien ligeramente
diferente; un judío, alguien con pelo largo, un comunista; reaccionamos con
discriminación intolerancia o directamente violencia. La aprensión de la diversidad infinita de la
experiencia humana es parte del desarrollo de cualquier persona medianamente
desarrollada pero se ve muy obstaculizada por la imposición de formas de
relación totalmente superficiales tanto en las redes sociales como en la vida
cotidiana (“Todo bien, no?” y por
supuesto nadie espera respuesta y mucho menos una negativa)
Hasta el amor o el encuentro
sexual se encuentran mediatizados desde lo superficial con aplicaciones como
Tinder en una tendencia cada vez mayor a la pereza y el abandono progresivo de
la seducción, esa poderosa herramienta que sublimada nos dio buena parte del
arte y la poesía universales.
Exacerbación del individualismo
Se impone también una nueva
moral, muy subliminal pero perversa que exacerba el individualismo y desdeña
por completo los conceptos de prójimo y la solidaridad social.
“Sólo importo yo y no los demás”,
“Si yo me salvo qué me importa el resto” y pensamientos como éstos, tan criticables
desde la más mínima ética son cada vez más comunes y van a terminar
constituyendo la norma, violentamente pasivo agresiva.
El pasar primero con mi auto
aunque le corresponda a otro, el colarse en una fila y tantos otros
comportamientos de micro hijadeputez no una forma impuesta de destruir una de
las cualidades más hermosas del animal humano, la empatía. La capacidad de ver
al otro, de ver qué necesita, de ayudarlo, de perdonarlo, son formas
emocionales valiosas que van más allá de cualquier religión y deberían ser
parte obligatoria de un humanismo cotidiano. Buenos Aires está particularmente
afectada por la exacerbación del individualismo egoísta, tal vez por su pasado
de ciudad delincuente y contrabandista; y se maneja con mucha hipocresía sin ver
la destrucción permanente del espacio público que es el espacio de los demás.
Es tan okupa delincuente el puntero peronista que lotea terrenos fiscales para
armar una villa a precios de inmobiliaria palermitana como el gerente que
estaciona en doble fila durante media hora su 4x4 gigante japonesa para ir a
buscar al colegio privado a sus hijos.
En el mejor de los casos estamos frente a una moral de egoísmo ampliado,
“yo, mis hijos, mi familia, mis amigos, tal vez los que piensan exactamente lo
mismo que yo, y todo el resto que se joda”.
Necesidad de la otredad atemorizante
El egoísmo violento necesita de algo que lo justifique y eso genera la necesidad ineluctable de un otredad atemorizante. La ignorancia de lo otro produce miedo y el miedo produce egoísmo, rechazo y violencia. Siempre se necesita ver a algún otro como el culpable de todo lo que nos pasa y cuando más diferente sea, mejor. La otredad atemorizante podrán ser los “cabecitas negras peronistas”, “los banqueros de la sinarquía judía internacional”, “los terroristas fanáticos musulmanes”, “los bolitas y perucas chorros inmigrantes”, “las cucarachas planeras K” o “los gorilas vendepatrias de la patria financiera” “las feminazis aborteras”. Cualquiera, no importa. Sólo importa para la construcción de un discurso mediático y digital que termina siendo un calmante aglutinante contra la inseguridad generalizada. “Qué suerte que yo no soy el otro”. Es decir qué suerte que no soy pobre, o negro, o incluso mujer. Mientras tanto, y muy progresivamente, todos somos cada vez más ignorantes, prejuiciosos, discriminatorios, machistas, gorilas o antiperonistas y nos definimos por emociones de exclusión y de violencia solapada.
El egoísmo violento necesita de algo que lo justifique y eso genera la necesidad ineluctable de un otredad atemorizante. La ignorancia de lo otro produce miedo y el miedo produce egoísmo, rechazo y violencia. Siempre se necesita ver a algún otro como el culpable de todo lo que nos pasa y cuando más diferente sea, mejor. La otredad atemorizante podrán ser los “cabecitas negras peronistas”, “los banqueros de la sinarquía judía internacional”, “los terroristas fanáticos musulmanes”, “los bolitas y perucas chorros inmigrantes”, “las cucarachas planeras K” o “los gorilas vendepatrias de la patria financiera” “las feminazis aborteras”. Cualquiera, no importa. Sólo importa para la construcción de un discurso mediático y digital que termina siendo un calmante aglutinante contra la inseguridad generalizada. “Qué suerte que yo no soy el otro”. Es decir qué suerte que no soy pobre, o negro, o incluso mujer. Mientras tanto, y muy progresivamente, todos somos cada vez más ignorantes, prejuiciosos, discriminatorios, machistas, gorilas o antiperonistas y nos definimos por emociones de exclusión y de violencia solapada.
Claro así nos vamos convirtiendo
de a poco en el consumidor perfecto que compra lo que le dicen que compra, sin
importar el precio, y el votante perfecto vota lo que le dicen que vote, sin
importar los hechos.
Justo, justo lo que el poder
desea para nosotros.
¿Y nosotros, qué deseamos?