jueves, 19 de enero de 2017

Las palabras y los mitos

Leyendo un libro de Mircea Eliade sobre mitología, publicado el año que yo nací, hace ya mucho tiempo; encuentro la visión cosmológica de los polinesios. Para los polinesios primitivos no existía en los comienzos nada más que las aguas y las tinieblas, recuerden el principio del Génesis bíblico; y la más que improbable posibilidad de algún contacto entre pastores hebreos y marineros polinesios hace 3500 años.


Entonces, según el mito, Io el Dios supremo, separó las aguas con la fuerza del pensamiento y de sus palabras, y creó el Cielo y la Tierra. DijoQue las Aguas se separen, que los Cielos se formen, que la tierra se haga”.  Estas palabras de Io, que sería una especie de Jehová tatuado je je , gracias a las cuales el mundo entra en existencia son palabras creadoras, cargadas de poder sagrado. También los hombres las pronuncian en cuanta circunstancia hay algo que hacer o que crear.  Se repiten en el rito de la fecundación de una mujer estéril, en el rito de curación del cuerpo y del espíritu y también en ocasión de la muerte, de la guerra y de los relatos genealógicos. También las palabras sagradas se utilizan para inspirar a los que componen cantos y poesía. Este rito, que tiene por objeto esparcir la luz y la alegría, reproduce las palabras de las que Io el Dios supremo se sirvió para vencer y disipar las tinieblas.
            Por lo tanto las palabras sagradas de la divinidad crearon la realidad y el rito cosmogónico humano que las repite o rememora altera para bien o directamente crea su propia realidad cotidiana.  Claramente en los genes de nuestra especie descendiente de homínidos de la sabana que se juntaban alrededor de un fuego; nos gusta mucho la palabra y que nos cuenten historias. Eso es válido tanto para un judío jasídico que busca los nombres ocultos de dios, para un pescador cretense que narra las hazañas de Odiseo, para un niño contemporáneo que escucha un cuento narrado por su madre o para un adulto que va al cine.
            El problema fue tal vez la pérdida de sacralidad de la palabra creadora. Cuando la palabra se hizo banal, dejó de ser parte de un ritual que rememoraba la creación de las cosas y se transformó en un mero relato. Relato que compite con infinidad de otros relatos por acaparar la atención de los seres humanos y el espacio perceptivo de nuestra realidad termina siendo, en un sentido más estricto, el campo de batalla de discursos de poder contrapuestos que todo el tiempo tratan de convencernos o que incluso hablan por nosotros.  No hablamos, somos hablados por los discursos de poder que pretenden todo el tiempo crear una realidad desde una palabra desvirtuada ya sea desde un diario, desde la la televisión o desde una charla común.  Si yo digo “el gobierno anterior fue una manga de corruptos ladrones” no estoy hablando yo sino un conjunto de medios que todos conocemos. Y si digo “el peronismo fue lo mejor que le pasó al país” estoy siendo hablado por la mitología del Paraíso Perdido, el primer gobierno de Perón, que dicha ideología implantó en las clases trabajadoras.   Todos estos discursos funcionan independientemente del valor de verdad de sus aseveraciones. Desde una óptica más sistémica no son otra cosa que memes poderosos.  Pero ese es otro tema.
            Resulta por lo tanto casi imposible distinguir una realidad inmanente detrás del inmenso palabrerío de los discursos de poder que colonizan nuestras mentes a toda hora. Lo cual nos lleva a un espacio de realidad contemporánea totalmente  epistemológica. ¿Cómo sé lo que sé?  ¿Lo sé por mí mismo o porque otros lo saben? ¿Cómo sé que algo es verdad?  ¿Por qué otros lo dicen, y si es así cómo los valido?  La red de discursos de poder genera un espacio epistemológico indescifrable sólo con la creencia o incluso la fe, sensaciones emocionales bastante alejadas del rigor científico.


            Pero volviendo a la palabra sagrada ya presente en los mitos cosmogónicos polinesios y en tantas otras mitologías del mundo, sobre todo las chamánicas y ritualistas; quiero enfocarme ene el punto que las palabras rituales también se usaban como invocación de inspiración a los creadores de música y poesía.
Para las mitologías “primitivas” la cosmogonía es el modelo ejemplar de toda especie de hacer, no sólo porque el Cosmos es el arquetipo ideal a la vez de toda situación creadora y de toda creación; sino también porque el Cosmos es una obra divina; estando por lo tanto santificado en su propia estructura. Por extensión todo lo que es perfecto, pleno, armonioso, en suma todo lo que esta “cosmificado”, todo lo que se parece a un Cosmos, es sagrado.  Por lo tanto hacer bien algo, obrar, construir, crear, componer, todo lo que lleva algo de la nada a la existencia, a lo que se le da “vida”, se le confiere un parecido al organismo armonioso perfecto y sagrado por excelencia; el Cosmos. Ya que el Cosmos, es la obra ejemplar de los seres divinos, su obra maestra. Entonces, dentro de esta visión mitológica y cosmogónica primitiva,  toda producción artística es sagrada ya que remeda la creación del mundo.
            Pero entonces vino la transición al Neolítico, la agricultura, las ciudades y las grandes religiones. Y en una de ellas, el judeo-cristianismo que moldeó, querramos o no, a todo Occidente; existe un personaje que remeda al revés las palabras sagradas de la Creación.  El primer arcángel, el preferido del Creador era el que llevaba su primera creación ex nihilo, la luz. “Fiat Lux”.  El portador de la luz en latín es Lucifer. Y este arcángel quiso crear él también. Repetir el ritual de las palabras sagradas y santificar su creación. “Jehová vio su obra y la halló buena”. Lucifer quiso poder decir lo mismo siendo tal vez el antecedente mitológico de todos los artistas. Pero el creador ya no permitía el uso de la palabra, ya no estaba santificada o en el mejor de los casos era propiedad exclusiva de un celoso demiurgo. Ya sabemos cómo termina el que debiera ser el santo patrono de todos los músicos, los pintores, los escultores y los poetas.


            Deforestemos pues nuestras mentes de las malezas externas de palabras de discursos de poder y defendamos el acto creativo y alegre como una  pequeña revolución individual hacia nuestro entorno.

            Quién sabe, a lo mejor terminamos creando nuevos y mejores mitos.


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